Aquella calurosa mañana de verano perdí la noción del
tiempo. Me apoyé en el mango del azadón y dejé que la imaginación me llevara a
actividades más emocionantes que arrancar malas hierbas. Entonces vi a mi
abuelo que se acercaba rápidamente entre las plantas de maíz zarandeando una
fina y larga vara.
Pensé: ¡En tremendo lío me he metido!. Me puse a darle a la
azada tan rápido como me lo permitían los brazos. No me atrevía a levantar la
vista mientras oía sus pasos por los surcos y los tallos de maíz que le rozaban
las piernas.
Atónito ante la inminencia de lo que iba a ocurrir, recordé
la vez en que me dijo: A veces Jesús lloró, pero sabía ser duro cuando hacía
falta. Sentí que por primera vez el abuelo iba a tratarme con dureza.
Aquel verano yo tenía once años. Todavía se dejaban sentir
en Tennessee las consecuencias de la Gran Depresión y la mayoría de los
montañeses dependían principalmente de lo que cultivaban y criaban en sus
pequeñas parcelas. Se suponía que yo removiera la tierra con la azada para que
el abuelo pudiera terminar de arar. Papá le había dicho: No dejes que pierda el
tiempo. Si hace falta, dale unos azotes; no dejes que se ponga a jugar o pierda
el tiempo apoyado en el mango del azadón. Últimamente está muy perezoso. Estaba
claro que mi padre temía que el abuelo fuera demasiado blando conmigo.
Uno de los mejores momentos de mi niñez fue un día del
verano anterior en que había oído a mi abuelo decirle a un predicador que estaba
de visita, que tal vez yo llegaría a ser su mejor nieto, porque tenía actitud
para “las cosas de la mente”. Pero aquella mañana “las cosas de la mente” se
habían apoderado de mí y me iban a jugar una mala pasada.
Apoyado en el mango de la azada, espantando de vez en cuando
las abejas y los escarabajos del maíz, mis pensamientos volaban al arroyo donde
planeaba construir un dique con barro, hojas y piedras. Luego, construiría
barcos con tapas de baldes y cajas usadas de puros y tendría una flota en alta
mar. Absorto en mis proyectos de ingeniería, ni noté que el abuelo había dejado
de arrear a la mula en el campo colindante.
De pronto lo vi acercarse caminando rápidamente entre dos
filas de plantas de maíz con una vara en una mano y empecé a trabajar.
-Espera un momento-, dijo con prisa. Necesito encargarme de
algo. ¿Cómo anda el azadón esta mañana?
-Está bien, abuelo.
-A mí me parece que no. A ver…
Le pasé el azadón de mango corto que él había arreglado
especialmente para mí, y se puso a hablarle con el brazo extendido:
-Azadón, esta mañana te mandé con mi nieto a remover este
campo. Sabes que necesitaremos mazorcas este otoño. Él tendrá que llevarlas al
colegio para su almuerzo. Pero como no quieres trabajar, voy a tener que
ajustarte un poco para que lo ayudes.
Seguidamente, azotó el mango del azadón hasta que la vara se
rompió y quedó lacia. Tiró lo que quedaba de la vara, y me devolvió la azada. Creo
que ahora trabajará mejor.
-Yo creo que sí, abuelo-, le dije mientras arrancaba las
malas hierbas con una energía hasta entonces desconocida en mí.
El abuelo se dio la vuelta y se alejó. Tras avanzar unos
metros se detuvo y se volvió, con sus grandes ojos verde azulados llenos de
lágrimas, y me dijo: Le dije a tu madre que hoy comerías con nosotros, así que
no tardes. Tu abuela nos prepara pastel de duraznos y se va a enojar si no
estamos a tiempo.
En muchas ocasiones intuimos o inventamos acontecimientos
que jamás van a suceder. Casi siempre tememos e imaginamos lo peor.
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